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CERO

Todo lo que recuerdo está cubierto por una capa de llanto. Crucé la frontera de tres países en treinta y seis horas, y tomé una foto sabiendo que sería el último registro que podría hacer de mi familia en mucho tiempo. En la foto, todos formaban un círculo alrededor de mi papá: mi hermana mayor hablaba y él la escucha con atención. Me pregunto qué dirían.

Mientras los observaba a través del cristal de la ventana, ya estaba en el buscama que me llevaría de Venezuela a Brasil rodeada de personas que habían hecho el mismo plan que yo: escapar de un país en crisis.

Mi despedida fue una ceremonia de meses. No soy capaz de descifrar el instante exacto en que comenzó. Recuerdo horas antes de la foto, antes de subir al bus cama. Miraba a mi papá desde el asiento trasero de su camioneta, una Hilux 2008 —quizás el último año de estabilidad económica en casa—. Veía su reflejo en el espejo retrovisor sosteniendo el mismo duelo que yo, pero en silencio. Yo fui la primera de sus hijas en irse; las otras lo harían en los siguientes dos años. María Eugenia dejaría ir a su esposo primero a ver si así ganaba un poco de estabilidad; a los meses se iría ella con mi sobrina María Joaquina, y luego María Victoria. Todos dentro de esa Hylux. Un viaje de familia hacia mi bautizo como migrante.

Recuerdo que íbamos cantando antes de llegar al terminal: “Mataron al negro bembón, mataron al negro bembón, hoy se llora noche y día…” Mi papá llevaba el ritmo de la salsa dándole golpecitos al volante, y le pedía a mi sobrina que cantara; María Joaquina tenía dos años. Las lágrimas se me iban acumulando en la barbilla y caían cada vez más gruesas en mi pecho, mientras pensaba en cómo guardar esos momentos. Llevaba meses sintiendo que cada segundo era una despedida, pero en el viaje llegó la certeza de que lo que vivía sería imposible de replicar.

Conocía bien esa carretera; había hecho ese recorrido mil veces. El horizonte de pinos que siempre veía camino a la universidad, se teñía de una emoción nueva. Estudié Comunicación Social en Puerto Ordaz, una ciudad que queda a dos horas de Maturín, donde vive mi familia. Mi papá me acompañó a mudarme por primera vez, pero él sabía que volvería a casa cada fin de semana.

Sentía culpa por irme, como si estuviera abandonando una lucha. Mi país dejó de ofrecer un futuro; me apuntó con armas a la cara y me hizo sentir secuestrada por un sistema político que no elegí. No sé cuándo decidí rendirme, cuándo sus batallas empezaron a quedarme grandes.

Quizás fue una de esas tardes en las que me quedaba sola en la casa de mi papá. Esa casa de dos cocinas, cuatro cuartos y cuatro baños, construida a punta de ahorros, mano de obra de puros amigos y la ilusión de pensarla habitada por todos nosotros. Al principio era un cuarto grande al fondo de la casa para mi papá y su esposa;  hecho a medida, con un espacio para la computadora, porque ser médico es un estudio sin fin. El segundo cuarto era para las visitas de María Victoria cada quince días.  Esa también era su casa, aunque llegaba de donde su mamá con una maleta chiquita. Mi papá quería que sintiera que podía apropiarse de un cuarto e ir haciéndolo suyo. El tercero era para visitas, por si acaso, porque la familia es muy grande, siempre puede llegar alguien de la capital a vacacionar, a proponer un viaje a la playa porque la costa queda a dos horas y lo único que necesitas es ver el mar cristalino y la arena tibia para sentir que todo está bien. El último era para mí: el otro cuarto con baño que tenía una ventana a la calle. Luego el orden fue mutando y yo terminé en el cuarto chico de las visitas al fondo.

Cuando me quedaba sola en ese cuarto del fondo que daba al estacionamiento, ponía el volumen de la tele en diez para que se filtrara el ruido de afuera y mi cerebro se mantuviera alerta ante cualquier sonido fuera del patrón. Pensaba en planes de escape por si entraban a robar: por dónde saldría; si tendría tiempo de llegar a la puerta principal o si llegado el caso la del estacionamiento sería mejor opción; dónde me escondería si no hubiese tiempo de huir, o con qué podría defenderme. 

Los robos en Maturín empezaron a hacerse cada vez más comunes. Era un urbanismo cerrado, con una garita de vigilancia en la entrada para ingresar al condominio de cincuenta casas. Un auto podía entrar y saltarse esas dos barreras de protección. Se estacionaban frente a una casa cualquiera, bajaban personas armadas, te amarraban y las veías llevarse todo.

En mi calle pasó un par de veces, siempre a las casas al final de la cuadra. Una noche después de uno de esos robos, empezamos a escuchar gritos muy cerca; sonidos guturales y primitivos, como de una manada lista para atacar. Los vecinos encontraron a un hombre escondido en el monte frente a nuestra cuadra. Un vigilante de unos veinte años. Todo hacía sospechar que colaboraba con los ladrones; quizás se escondía ahí y llamaba para avisar cuando la casa estaba sola, o describía la actividad familiar que alcanzaba a ver a través de la ventana. 

Lo arrastraron hasta el centro del asfalto, lo rodearon y se turnaron para golpearlo. Los mismos vecinos que me daban los buenos días cuando salía a pasear a mi perrita se habían convertido en verdugos salvajes. Escuchaba a la señora de canas de la casa once reclamarle al cómplice por el susto que se llevaron sus hijas, mientras dos o tres hombres le daban puños y patadas a ese chico de veinte años que empezaba a sangrar mientras seguía tirado en el asfalto. Mis vecinos habían perdido su humanidad y eran una masa de bestias defendiendo su territorio. 

En casa, salimos a repartir té de manzanilla mientras llegaba la policía. Era la única poción que conocíamos para dar calma. Cuando llegaron dos oficiales en una camioneta pickup, tuvieron que montar al vigilante en el cajón porque si no, se iba a manchar el asiento de sangre. Mientras lo subían, uno protestaba: “Era más fácil si lo mataban… y después nos llamaban.” Yo no tenía la edad suficiente para entender que toda esa escena era consecuencia de problemas mucho más complejos, estaba tan inmersa en lo absurdo de mi país que no sé si pensé en emigrar en ese momento.

Quizás decidí irme el día que conté trece bombas lacrimógenas entre las dos cuadras que separaban el sitio donde vivía, de la universidad. Quise inmortalizar el suceso tomando una foto para publicarla en Facebook, una decisión insensata que me dejó con alergia toda la mañana. 

En 2016 las protestas universitarias dominaban los titulares. El descontento era evidente y cada vez más personas se sumaban a las calles porque por unos días tuvimos esperanza. Fueron tiempos de escasez, delincuencia y hambre. La gente salió sin miedo, pero el gobierno respondió con militares despiadados y una lluvia de bombas lacrimógenas. En mi universidad, cada estudiante asesinado en las protestas tenía una cruz de madera en el patio central. Conté más de veinte cruces. Dejé de contar. 

Durante semanas dormí con el eco de los disturbios, y el aire saturado de gas lacrimógeno y caucho quemado. Teníamos que cerrar las ventanas del apartamento para evitar que el gas nos hiciera llorar en nuestro propio cuarto. En esos meses protesté, marché y descubrí que cubrirse la cara con leche de magnesia mitigaba el efecto de los gases. Aprendí que los militares podían romper la puerta de mi edificio y llevarse a los estudiantes. Que podían entrar a universidades a disparar. Dejé de protestar.

No sé el día exacto en el que empecé a planear mi viaje. Decidí irme poco después de terminar la carrera, sin esperar siquiera para asistir a mi acto de grado. Apenas había terminado la carga académica y aún iba a casa de mi papá por unos días. Un domingo cualquiera mientras él se disponía a sentarse en el sofá para completar el crucigrama, le confesé mi plan: “Estoy reuniendo dinero para irme de Venezuela”, le dije sin más.

Mi papá tiene una sonrisa específica para esos momentos; la usa para disfrazar su mezcla de resignación y tristeza. Casi podría pasar por un gesto de picardía. Nuestra relación siempre ha sido compleja, desequilibrada. En su casa se hace lo que él dice. Cada decisión debe tener su aprobación. Se vive bajo su estricto manual de “todo tiene una edad”. Pero esa vez yo no le pedía permiso. Le avisaba.

“Me voy porque no siento que pueda hacer planes en este país, porque aunque trabajo, no siento que pueda comprarme un colchón o pagar un alquiler; porque no quiero quedarme viviendo en tu casa y porque no quiero seguir teniendo miedo.” 

Seguía con el bolígrafo en la mano derecha y la revista abierta sobre sus piernas. Fue de las pocas veces que mis decisiones no se discutieron. Él no añadió frases ni barreras a lo que yo le decía. Me preguntó a dónde quería irme y al escuchar ‘Argentina’, pareció alegrarse. Ya teníamos gente allí. No sé si ‘alegrarse’ sea la expresión correcta. Lo dejé sentado en ese sofá de tres cuerpos, con los ojos fijos en un crucigrama que quizás nunca supo cómo continuar, mientras su mente desentrañaba nuestra conversación. Así de rápido te cambia la vida y toca fingir que puedes continuar con un crucigrama.

Ser migrante de un país en crisis es una decisión que no tienes que justificar ante quienes la viven contigo, pero te puedes sorprender haciéndolo ante un taxista en tu nuevo país o ante la señora que nota tu acento mientras pides tomate y cebolla en una verdulería. Quien no vivió la crisis contigo cree que bastaba con ir y darle un tiro al presidente, o sonar unas cacerolas y votar. Creen que te fuiste sin seguir estos simples pasos. Te interpelan, tratando de entender por qué no sacaron a ese loco o por qué no peleaste un poco más. Yo fantaseo con todo lo que les diría, o con inventar un acento indescifrable que no delate de dónde vengo. En la realidad, respondo con una o dos palabras y dejo que me narren sus soluciones.

No fui la primera de mi familia en irse. Entre 2017 y 2018, los cumpleaños se fueron quedando con menos asistentes. Fuimos despidiendo poco a poco, a un grupo familiar que se fue a Colombia y a otro que se fue a México. Se iban de a uno y solo cuando el primero lograba cierta estabilidad, se podía ir el siguiente.

 

Emigrar se volvió la opción más común en esos años, cuando las noticias hablaban de niños que vomitaban mango en el colegio porque era lo único que habían comido durante días. Fueron tiempos de escasez severa. Mis hermanas y yo aprovechábamos el  hecho de tener el mismo apellido y primer nombre para comprar los dos paquetes de pañales asignados por persona, tratando de hacer stock para mi sobrina. Llevaba una eco de mi hermana de los primeros meses, me vestía con ropa suelta y fingía el embarazo mientras hacía dos horas de fila en el estacionamiento del supermercado. Cuando llegaba mi turno, entregaba la eco, la cédula y pasaba unos segundos molestando a todos nuestros muertos con oraciones improvisadas mientras un militar revisaba los papeles con cautela. Una vez adentro enviaba un mensaje de victoria: “Joaqui tiene dos paquetes más”.

Sí fui la primera de mi casa en irse. Aunque estamos acostumbrados a la pérdida, esta se sentía nueva. Un duelo que no conocíamos, otro del que no hablamos. ¿Qué se siente ver a tu hija tratando de decidir qué llevar en los veintitrés kilos que la acompañarán en otro país? ¿Qué se siente vivir en una casa llena de cuartos vacíos? ¿Qué sientes? Aún no lo hablamos.

Mi papá vive en su casa de cuatro cuartos y cuatro baños, solo con su esposa. Se mudan de cuarto en cuarto según cuál aire acondicionado funcione, porque no logran arreglarlos todos a la vez. Porque hay que arroparse hasta donde alcance la cobija. Me imagino a mi papá acostado en mi cama, con la ropa que dejé aún guardada en el clóset y la biblioteca de libros que fui armando mientras estudiaba Comunicación Social. Me lo imagino hojeando esos libros, conociéndome a través de ellos, leyendo las citas que resalté y preguntándose qué me atrapó de cada una.

Cuando la casa estaba habitada por todos, cada rutina era una ceremonia. Comíamos juntos y servíamos la comida entre todos. Había un encargado de poner la mesa: un individual por persona, cuchillo y tenedor a la derecha sobre una servilleta de papel; el plato en el centro y un vaso con hielo a la izquierda. Una persona recogía la mesa, mientras otro lavaba los platos y un tercero los secaba. Ahora esa ceremonia la hacen entre dos.

No supe despedirme de nada más que de las personas. No supe cómo despedirme de nuestros rituales: el último cumpleaños de mi papá en su casa, la última Navidad juntos, escoger música de su torre de CDs, hacer hallacas en familia. Viví esa Navidad con la ausencia de tías y primos y con la certeza de que la siguiente sería peor: pondrían cuatro puestos menos en la mesa y esas cuatro personas estarían en Argentina intentando replicar los mismos rituales para sentirse menos solos.

Hay muchas acciones entre decidir irse y el último día en tu país. Yo las fui tomando en automático como si en mi cerebro se hubiera activado un modo de supervivencia total para mantener el control en medio de tanto desequilibrio. Qué llevar en la maleta, qué comer en casa, a quiénes ver antes de irme, cómo descifrar la ruta más económica, dónde encontrar ropa de invierno en un país caribeño. Dediqué muy poco tiempo a investigar sobre el país al que llegaría. Sé poco de su historia, de su gente o de sus comidas. Solo me importaba saber que podía conseguir leche en el supermercado, que comer una manzana no sería un lujo, que podría trabajar legalmente, que no habría barreras de idioma y que tenía gente que me recibiría con amabilidad.  

Repaso cada acción mientras el autobús empieza a moverse. Mi mente se pierde intentando estirar esos minutos: mi papá tarareando salsa, el horizonte de pinos. Pienso en esa camioneta que salió con cuatro Marías y ahora vuelve con tres. Cuánto control y cuánto amor tiene que haber en una casa. Me los imagino escuchando a Rubén Blades;  mi papá sigue dando golpecitos al volante. Mucho control y mucho amor para enfrentar a la desgracia.

Si llegaste hasta aquí,

te quiero mucho.